Ella miraba a través de su ventana la
lluvia desde su habitación, sentada sobre el buró, mirando el agua
caer. Pensando en cómo su vida se había deshecho como una nube más,
poco a poco sin dejar ni rastro de lo que era anteriormente. Así era
ella, como una tormenta, un gran tormenta eléctrica que no esperas,
que te desestabiliza. Ella lo sabía, él también y por más que ya
estaban advertidos, ambos, decidieron embarcarse en aquella aventura
que terminó por destrozarlos, a los dos. Eran el sol y la luna, el
agua y el aceite, la luz y la oscuridad, pero cuando ellos se
juntaban, cuando se juntaban el sol y la luna, daban el más hermoso
eclipse que haya podido nadie ver. Y como un eclipse no dura para
siempre, ellos tampoco. Se juntaban cada vez que tenían ocasión
pero nunca podría salir bien y mucho menos permanecer juntos. Ella
era fuego para él, lo hacía arder como nadie. Ella prendía la
mecha y él se consumía lentamente. Él no hacía más que avivar la
llama aunque lo quemara. Y poco a poco se fueron consumiendo juntos,
entre tanta pasión y lujuria, la luna se entregó al sol aun
sabiendo que si él estaba brillando, ella acabaría desapareciendo.
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