miércoles, 29 de octubre de 2014

La luna se entregó al sol.

Ella miraba a través de su ventana la lluvia desde su habitación, sentada sobre el buró, mirando el agua caer. Pensando en cómo su vida se había deshecho como una nube más, poco a poco sin dejar ni rastro de lo que era anteriormente. Así era ella, como una tormenta, un gran tormenta eléctrica que no esperas, que te desestabiliza. Ella lo sabía, él también y por más que ya estaban advertidos, ambos, decidieron embarcarse en aquella aventura que terminó por destrozarlos, a los dos. Eran el sol y la luna, el agua y el aceite, la luz y la oscuridad, pero cuando ellos se juntaban, cuando se juntaban el sol y la luna, daban el más hermoso eclipse que haya podido nadie ver. Y como un eclipse no dura para siempre, ellos tampoco. Se juntaban cada vez que tenían ocasión pero nunca podría salir bien y mucho menos permanecer juntos. Ella era fuego para él, lo hacía arder como nadie. Ella prendía la mecha y él se consumía lentamente. Él no hacía más que avivar la llama aunque lo quemara. Y poco a poco se fueron consumiendo juntos, entre tanta pasión y lujuria, la luna se entregó al sol aun sabiendo que si él estaba brillando, ella acabaría desapareciendo.

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